Panghitruz Güor, o “zorro cazador de leones” nació hacia 1825 a orillas de la laguna Leubucó, ubicada a unos 30 kilómetros de Victorica, al nordeste de La Pampa. Fue el segundo hijo del cacique Painé y de una cautiva.
Los niños aprendían temprano a prepararse para la guerra contra los huincas y el cuidado del ganado. Cuando los adultos salían de cacería o a maloquear, los chicos se quedaban cuidando las caballadas de reserva, a veces muy lejos de la toldería.
Así fue como Panghitruz y otros chicos indígenas fueron tomados prisioneros junto a la laguna de Langhelo, cerca de Melincué, mientras los lanceros iban hasta cerca de donde esta hoy Junin e intentaban un malón contra las toldería de Llanguelen a quien consideraban traidor. Llanguelen, ataco la retaguardia y capturo a 3 indiecitos, entre ellos a Panguitruz y se los entrego a una partida militar que los trasladó engrillados hasta Santos Lugares. Poco después los llevó en presencia de Juan Manuel de Rosas.
Al enterarse de que Panghitruz era hijo de un cacique famoso, el Restaurador “le hizo bautizar, sirviéndole de padrino, le puso Mariano en la pila, le dio su apellido y le mandó con los otros de peón a su estancia del Pino”, cuenta Mansilla, él mismo sobrino de Rosas.
Entre rebencazos gratuitos y muestras de afecto, allí aprendió a leer y escribir, y se hizo diestro en las faenas rurales. “Nadie bolea, ni piala, ni sujeta un potro del cabestro como él”, diría el escritor. Pero en seis años no perdieron la nostalgia por la toldería. Una noche de luna llena de 1840, los chicos ranqueles montaron los mejores caballos y escaparon. Anduvieron perdidos, pero lograron escabullirse de sus perseguidores y engañar a la Policía.
Llevaba poco tiempo de regreso en Leubucó, cuando Mariano recibió un regio regalo de su padrino. “Consistía en doscientas yeguas, cincuenta vacas y diez toros de un pelo, dos tropillas de overos negros con madrinas oscuras, un apero completo con muchas prendas de plata, algunas arrobas de yerba y azúcar, tabaco y papel, ropa fina, un uniforme de coronel y muchas divisas coloradas”, relata Mansilla.
Con el obsequio venía “una cartita meliflua” y la invitación a visitarlo. Pero Mariano, tras consultar a las “agoreras”, juró no dejar nunca su tierra. Conservó hasta en las firmas su nombre cristiano, guardó eterna y pública gratitud hacia su padrino, pero no abandonó su lengua ni su pago. Ni siquiera cuando la viruela diezmó a su tribu y el Gobierno le ofreció trasladarlos.
En 1858 asumió la máxima conducción del cacicazgo ya que pertenecía a la dinastía de los zorros, la más prestigiosa , flanqueado por otros dos grandes caciques: Baigorrita y Ramón el Platero. Fue un gran jefe en la guerra contra el huinca, hospitalario con las familias unitarias prófugas de los federales. Y también en los largos períodos de paz que consiguió pactar, en los que fomentó la agricultura y la ganadería.
En 1870 recibió la visita de Lucio V. Mansilla, quien dejo plasmado su encuentro con Mariano, en “Una excursion a los indios ranqueles”.
Mariano Rosas murió de enfermedad el 18 de agosto de 1877. Las honras fúnebres de su pueblo fueron tan magníficas, que quedaron consignadas en el periódico La Mañana del Sur, de Buenos Aires.
Un año después, el Gobierno lanzaría la Campaña al Desierto. Traicionados, los lanceros serían pasados a degüello. Los sobrevivientes, repartidos en estancias pampeanas o desparramados por Tucumán, Martín García y hasta en las islas Malvinas. Las mujeres fueron destinadas al servicio doméstico. Los chicos, como peones.
En 1879, el coronel Eduardo Racedo remató el aniquilamiento. Descubrió en Leubucó la tumba de Mariano Rosas y se alzó con sus huesos, con la idea de enviarlos a la Sociedad Antropológica de Berlín. Terminó obsequiándolos a Estanislao Zeballos, un coleccionista de cráneos que a fines del siglo XIX los donó al Museo de Ciencias Naturales de La Plata.
En 1893, la revista del museo analizaba el conjunto de 111 calaveras masculinas y femeninas. En el catálogo escrito por Lehmann Nitsche, la de Mariano Rosas llevaba el número 292. El 241 correspondía al célebre cacique araucano Calfucurá.
Trofeo de guerra primero, patrimonio antropológico después, el cráneo del zorro cazador de leones estuvo expuesto en el museo durante un siglo. Hasta que, con el retorno de la democracia, los ranqueles comenzaron a reagruparse y, apoyados por el gobierno pampeano, reclamaron los restos de sus ancestros. Guardados en una urna, los de Mariano Rosas permanecieron perdidos durante varios años.
Fue necesaria una ley del Congreso de la Nación para que algunos antropólogos renuentes cedieran las “piezas”. La Secretaría de Desarrollo Social de la que depende el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas devolvió los restos a los descendientes de Mariano Rosas. Fueron velados con todos los honores por las comunidades ranqueles y descansan para siempre junto a la laguna de Leubucó, bajo un mausoleo coronado por la escultura de un zorro.