El cuarto disco de estudio de la banda fue un trabajo bello, sencillo, de muy buenas canciones, cálido y sin las ambiciones que poblaban los anteriores.
Entre sus múltiples riquezas, el rock argentino tiene la de contar historias. La de condensar y desplegar aristas de algún personaje en tres, cuatro minutos, embarcado en una música que en general suma. Embellece. Allá corre el lado Spinetta en las manos giratorias del loco Fermín, el insomnio lúdico de Ana, la infinita pesadumbre del espíritu del Miguelito que se va, o el melancólico resumen porteño de Ricky, Agueda y Cacho. Allí quedan para siempre el carnicero Pato, de Moris; o Jimmy Gerli y Pepe Luí, loquitos casi hermanos que eternizaron La Mississippi y Divididos en sendos grandes temas. Allí también –más cercanos, dada la ocasión—, el represor Juan, el abúlico Natalio Ruiz o Bubulina, onírica dama que Charly García hizo encarnar en María Rosa Yorio.
Pero ninguna de ellas -y de tantas otras más, claro- ha alcanzado la perpetuidad de “Peperina”. No solo es, como las citadas, una buena canción, sino también una historia que se convirtió también en nombre de disco y en película, aunque también en un estigma injusto para quien retrataba. Cuarenta y dos años se cumplen hoy, pues, de la segunda instancia. Del disco que contuvo a la canción, el cuarto de Seru Giran, el más vendido, el que medió entre Bicicleta y No llores por mí, Argentina. Aquel día, el lunes 31 de agosto de 1981, en rigor, la banda convocó a la prensa rockera y algunos amigos en Shams para anunciar la buena nueva, mientras en el rock de acá pasaban cosas. Pocas, pero pasaban.
Meses atrás, por caso, sus rivales, los rudos de Riff, habían debutado con el duro y contundente Ruedas de metal. Vox Dei había decretado uno de sus adioses en Obras, Virus daba sus primeros pasos, Spinetta Jade entraba a grabar Los niños que escriben en el cielo, y Los Jaivas -chilenos pero casi argentinos- detonaban brumosas cumbres a través de Alturas del Machu Pichu. Por fuera, en tanto, aún estaban frescas las muertes de John Lennon y Bob Marley; Pink Floyd venía de presentar The Wall; el punk daba paso a su post; Queen y The Police visitaban la Argentina, y los Rolling Stones la estaban rompiendo toda con “Start Me Up”, tema estrella del entonces flamante Tattoo You.
El marco Seru Giran, visto dentro de tales marcos, era más que propicio. Charly García y David Lebón, más Oscar Moro y Pedro Aznar venían de hacer el show más multitudinario de la historia del rock argentino hasta ese momento: el de las casi 70 mil personas que poblaron La Rural, en el recital gratuito organizado por el programa de ATC Música prohibida para mayores, el 30 de diciembre de 1980. Más cerca de Peperina –grabado en los estudios ION, con Amílcar Gilabert como ingeniero de sonido- figuran una gira federal y apariciones por separado, que de algún modo estaban anticipando –aunque inconcientemente aún- el futuro de la banda. La del mismo Charly con Gilberto Gil en Obras (mayo del ’81), con Joan Baez bailando “No Woman No Cry” en la platea, o las tentaciones de Aznar -que también estuvo ahí- por hacerse camino en el andar del jazz-rock, con la Berklee School of Music como faro.
En tal contexto interno y externo se publicó entonces Peperina, cuya presentación en vivo fue en Obras ante un total de 10 mil personas, los días 4, 5 (dos funciones) y 6 de setiembre de 1981. La austeridad escenográfica de aquel concierto se oponía claramente a los conejos y las bicicletas blancas que la escenógrafa Renata Schussheim había mandado colgar en el techo del templo para el estreno en vivo del disco anterior, durante el primer fin de seman de junio de 1980, y tal economía en recursos resulta funcional para trazar una sinonimia con Peperina, el disco.
Fue tal un trabajo bello, sencillo, de muy buenas canciones, cálido. El “más” en este sentido, resultado de un equilibrio que Seru fue logrando tras una historia que había nacido mal. La de una banda que, de un parto ensoñado y loco en Buzios, había pasado a ser vilipendiada por el rockero tipo criollo, que no solo rechazó de plano el “poco compromiso”, el escapismo que emanaba de ciertas letras del primer disco -el de “El mendigo del andén” y “Seminare”-, sino también de la posterior aparición de Charly en medios masivos. Su visita al programa de Mirta Legrand fue considerada directamente una traición, atada al “pecado” de tener un grueso de fans entre “chicas, adolescentes y chetos”.
No fue fácil, claro. Tanto que es imposible explicar La grasa de las capitales, el segundo disco, sin tales piedras en el camino. Como lo es contar Bicicleta y Peperina, sin la catarsis revanchista que implicó La grasa…, claro. Una concatenación de causas y efectos que también debió sufrir mutaciones sobre la marcha. En el camino, el cuarteto tuvo que sacarse de encima a Oscar López, Billy Bond y el complicadito Sazam Récords, sello que publicó los dos primeros discos, para acceder a cierta independencia, y el sello propio junto a un entonces ignoto Daniel Grinbank. En no más de tres años, la banda pasó por todo eso y Peperina precisamente neutralizó tales tropiezos con un radar de belleza cancionera pocas veces oído. Dio vuelta la taba mediante temas breves, menos ambiciosos que sus antecesores, al punto de inducir al comandante Charly a una comparación que ensayó en una entrevista con Expreso Imaginario, consumado el disco, en diciembre del ’81. “En los otros discos hay temas alucinantes, pero los veo muy pretenciosos, fantasiosos. Peperina es algo más modesto. Fue como decir ‘vamos a hacer algo más cuadrado, pero vamos a hacer algo bien’ (…) Hacemos canciones lindas, no hay muchos grupos que hagan canciones lindas, con lindos arreglos, bien hechas. Pegan, ¡tienen polenta!”.